García Márquez, Coetzee y Squella.

25 Marzo 2007
Es evidente que las obras literarias pueden tener trascendencia social, y un escritor como Coetzee lo sabe, y juzgar sus contenidos como si fuesen reales tiene riesgos, más si le atribuimos supuestamente incidir en la sociedad en forma negativa.
Gonzalo Rovira >
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Hace algún tiempo, J. M. Coetzee publicó un ensayo sobre la última obra de García Márquez, Memoria de mis putas tristes. El estudio del Premio Nóbel sudafricano concluye que, en esta breve novela, “García Márquez puede haber intentado otra versión de la historia, artística y moralmente insatisfactoria, de Florentino y América en El amor en los tiempos del cólera”. Pero va mas allá y propone que “Memoria..., sin embargo, tiene un objetivo audaz: hablar en defensa del deseo de hombres mayores por chicas menores de edad, vale decir, hablar en defensa de la paidofilia, o por lo menos mostrar que la paidofilia no tiene por qué ser un callejón sin salida para el amante o la amada”. Y termina su argumento sosteniendo que más que “realista mágico, García Márquez trabaja en la tradición del realismo psicológico, cuya premisa es que los actos de una mente individual tienen una lógica que puede seguirse”, pues se trata del “discípulo más devoto William Faulkner”.
A este ensayo respondió con una columna de opinión Agustín Squella criticando doblemente a Coetzee, primero calificándolo de “sobrevalorado” y después defendiendo el derecho García Márquez, como autor “otoñal”, a darse sus gustos, aunque sean de inferior calidad literaria. Como dice un refrán para gustos, colores, y si de Coetzee se trata coincido con los elogios de Squella a la novela “Desgracia”, pero encuentro muy superior “Esperando a los Bárbaros”, y en ningún caso puedo coincidir con aquello de su sobre valoración. Pero insisto, para gustos, colores.
El tema que motiva este texto es la afirmación de Squella respecto a los deleites “otoñales”. El problema tiene muchos matices y no me gusta la idea de tratar estos temas dejando cabos muy gruesos sueltos. El mismo Coetzee aborda el tema en “El maestro de Petersburgo”, y pone en boca de su personaje –escritor Dostoievski la siguiente afirmación: “Escribo perversiones de la verdad. Escojo los caminos más tortuosos, me llevo a los niños a los rincones oscuros. Sigo la danza de la pluma”. El problema me parece evidente; si bien, en las creaciones de un escritor de ficciones estas últimas operan dentro de una convención literaria que debemos respetar, en un artículo de opinión estamos sometidos a otra convención que nos dice que al afirmar el derecho a pecados de vejez debemos definir que queremos decir con esto.
Me parece legitimo y absolutamente correcto en un mundo preocupado de la infancia y de los abusos cometidos históricamente contra ésta que, aunque se trate de una obra de ficción, en un plano académico llamemos la atención sobre vacilaciones éticas de esta envergadura, más aun cuando se trata de una novela en el sentido de Faulkner, y de la pluma de un autor del prestigio del Premio Nóbel García Márquez.
Desde que surgió socialmente el tema de la paidofilia hemos pedido que sea tratado con rigor, y me parece que el sudafricano lo ha hecho así. El argumento de Coetzee se centra en las diferencias éticas de los textos de García Márquez, Cervantes y Kawabata. Tal como han hecho notar en sus columnas Carla Cordua y Gonzalo Contreras, Coetzee es un autor que tiene clara la compleja relación que se establece entre el universo literario, el mundo real, y la biografía de los autores. Más aun, forma parte de su constante preocupación la delgada línea que separa y relaciona los diversos universos que participan de la obra literaria. Un problema es lo que ocurre en el universo de ficción de una novela, y otra si a esta le damos una valoración social que escapa a la convención literaria. Es evidente que las obras literarias pueden tener trascendencia social, y un escritor como Coetzee bien lo sabe, y juzgar sus contenidos como si fuesen reales tiene sus riesgos, más aun si le atribuimos supuestamente incidir socialmente en forma negativa. Pero otra cosa muy diferente es si en escritos de no-ficción podemos justificar hechos reales o ficticios en desmedro de inocentes, que es lo que me parece ocurre con el texto de Agustín Squella.
Me parece claro que no podemos juzgar una obra artística con parámetros normativos. He extendido intencionalmente a todo el arte la discusión ya que recientemente se presento una dura acusación de “pornografía” e “indecencia” contra el director de la Escuela Nacional de Bellas Artes de Paris por una exposición que el dirigió sobre el tema de la infancia, llamada “Presunto inocente”. Es delicado querer trazar la línea. La ficción responde a convenciones que no permiten extrapolaciones directas con la realidad. El argumento moral que da Coetzee contra García Márquez me parece académicamente muy bien elaborado, y el lo resume como “fábula de redención” respecto a lo obrado, entre el nonagenario y la doncella, en su anterior novela; “Memoria de mis putas tristes cobra sentido como una suerte de suplemento de El amor en los tiempos del cólera, en el que el violador de la confianza de la niña virgen se convierte en su fiel adorador”. Es decir, en “Memoria…” Garcia Marquez habría querido blanquear su “error” de una novela anterior para la posteridad, y Coetzee no se lo desea permitir por su riguroso concepto del compromiso social del escritor. Aunque este ultimo argumento debiéramos considerarlo parte de ese complejo tema ético de la “honestidad intelectual”, sobre el que el filosofo Ernst Tugendhat nos ha llamado la atención por sus motivaciones poco claras.
En todo caso, me parece indiscutiblemente importante reconocer el valor social de la preocupación por los niños. Tiempo atrás se llamo la atención sobre el “caso” Lewis Carrol, y las fotografías que guardaba de niñas, y vale la pena recordar que el boletín de los paidofilos de Nueva York, la década pasada, se llamó el “País de las Maravillas”. Otro filosofo, Ian Hacking, hace un par de años entro al debate y nos recordó los textos de Georges Bataille, que pasaban con creces el nivel de la pornografía, sin embargo la norma debe establecerse previamente y, tal como él mismo señala, cuando aparecieron sus ensayos “nuestra moderna clasificación aun no estaba disponible”. Este argumento me parece que también es valido para nuestro Eduardo Barrios y “El hermano Asno”, texto hasta hace poco recomendado para los colegios ¿y acaso nos olvidamos de las perversiones de Rufino y Lázaro? Al respecto vale la pena releer el texto de Kemy Oyarzún “Poética del Desengaño” (LAR Ediciones, 1989).
Me parece que expuestos los “cabos” la discusión queda abierta. Squella descalifica el argumento de Coetzee sin contraponer otro argumento de fondo, sino con su idea del derecho “otoñal” a escribir lo que se quiera ¿y acaso no tenemos ese derecho siempre? Por tanto, no me parece valido el argumento, pero además no me gusta porque deja abierta la posibilidad de ejercer en la vejez otro tipo de “derechos” socialmente destructivos. De todas maneras me parece correcto el que no podemos limitar el arte normativamente, mucho menos a priori. Pero la sociedad, a través de discusiones como ésta que ha motivado Coetzee, si puede y de hecho pone limites al incidir en el acto literario, pues no olvidemos que la fase de la lectura, más aun cuando es mediada por los críticos, forma parte de este. Esto me parece absolutamente legítimo cuando, como en este caso, se trata de los derechos de quienes no pueden defenderse, y más aun cuando se trata de un escritor de la talla de García Márquez, y de un discípulo de Faulkner. La sociedad genera límites y la crítica pública y fundada es parte de ella, ya que el arte tampoco es inocente. Al respecto Coetzee, en su análisis del universo literario del colombiano, asume las diferentes formas en que da “cuenta de un mismo hecho” y estas, dice, son establecidas como “verdades”, y no solo como interpretaciones como cree Agustín Squella, quien tiene otro concepto de la verdad, valido, por cierto, pero que no es el del sudafricano.
Este último comentario tampoco es antojadizo, Faulkner es discípulo de Melville y este del gran Hawthorne. Se trata de una larga tradición realista de la que, a mi entender, a su manera, trascendente dice el, forma parte el propio Coetzee. Vale la pena recordar que “La Letra Escarlata” no es solo una letra, es la primera letra que aprendimos de la novela actual, y nos la enseño Hester Prynne, la heroína adultera que arrastra la historia de los abusados, como lo recuerda Nora Catelli en “Testimonios tangibles” (Anagrama, 2001).
Un comentario final, sobre otro argumento no declarado de Agustín Squella. En referencia a “Memoria…” señala: “A mí, que no soy crítico, sino lector, esa novela me pareció un relato tan prescindible como delicioso acerca de la esperanzadora sexualidad que puede desplegar un varón ya nonagenario”. Me parece que no debemos olvidar que los textos son convenciones. Un artículo que se refiere a otro texto, publicado como columna de opinión, en un conocido suplemento literario, solo puedo leerlo como un texto critico. Pero este, así como el problema del realismo, merece un tratamiento más extenso. Finalmente, podemos compartir la extrañeza que le causa la defensa a ultranza de Coetzee de los derechos de los animales, sin embargo este concepto él lo fundamenta, y le corresponde un contra-argumento que no leí en ningún lado y creo que merece algo más que un cometario al pasar, ya que tampoco es un tema en blanco y negro.