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Aventuras y desventuras de

Aventuras y desventuras de tres escritores del Limarí en Santiago.

La noticia nos sobresaltó: tres poetas de Ovalle estábamos invitados para asistir, en representación de los escritores de toda la provincia, a la Feria Internacional del Libro de Santiago.

Aunque ello sucedió en el mes de octubre, y más de alguien pensará que es noticia y comentario atrasado, voy a hacer una breve reseña de ella, contando además una sabrosa e inquietante anécdota que nos sucedió.

Sucede, damas y caballeros lectores, que además de Brasil, país invitado a tan importante acontecimiento cultural; la región invitada al magnus eventus literatus era la de Coquimbo. Lo que suponía el envío de una delegación representativa del trabajo literario de toda la región. Sucedió que alguien, en la nebulosa burocrática del Seremi de Cultura, creo que el Seremi mismo, se olvidó que en el patio trasero de la provincia de Elqui (léase las provincias del Limarí y del Choapa) también hay escritores. Luego del ?involuntario ?olvido de las autoridades regionales, y tras un furibundo reclamo de la escritora y poeta Ana Leyton del Choapa, en cuanto medio periodístico existe en la región, al que nos sumamos de manera más discreta los escritores del Limarí, las autoridades en cuestión vieron que el asunto pintaba para escándalo, que de castaño pasaría a oscuro y de oscuro a negro en breve. Teniendo ad portas una batahola con los escritores de las olvidadas provincias, el Gobierno Regional decidió tomar el toro por las astas -que a esta altura ya era un búfalo africano enorme y arremetente- e invitó a poetas de las provincias despreciadas a la Feria del Libro de Santiago.

Y ahí estaba este aprendiz de poeta, incluido en la delegación. Iría con Yanny Morales y Víctor Arenas. El poeta Ramón Rubina, por problemas personales, declinó la invitación. A nosotros se sumarían tres poetas del Choapa.

En un vehículo especialmente arrendado para la magna travesía, partimos. Era mi primera entrada a la capital de Jaguarlandia (Como dice La Cuarta). Llegamos alrededor de las once de la noche a un hotel en pleno centro de Santiago: el Diego de Almagro. Luego supe que tenía a su haber cuatro estrellas. Eso significaba regalías y lujos insospechados para mí, pues las veces que había sido invitado a eventos similares, era para ser hospedado en habitaciones compartidas con hasta ¡cuatro roncadores colegas más! Esta vez, oh lujo insospechado para mis proletarios ojos, tendría habitación personal con cama como de tres plazas y media y otras regalías que nos sabían a lujos mayores. El primer problema lo tuvimos con la llave electrónica que abría cada habitación. Por más que intentábamos abrir la puerta, no podíamos. Le buscaba por arriba, por abajo, de costado, por el anverso y reverso, y ?¡nada! .Al cabo de varios minutos de intentos, movimientos y cabalísticas palabras, (ábrete Sésamo incluido) la puerta al Nirvana se abrió. ¡¡Vaya lujo para mis cenicientos párpados!! Para no creerlo. Acto seguido me di un baño en una tina de medidas olímpicas, (no era Jacuzzi) que creo tenía hasta un flotador en caso de emergencia. Luego me sequé con dos de las cinco toallas que había a mi modesta disposición. Es decir, el asunto mejoraba cada vez más. Era como si el Gobierno Regional, a quien Dios guarde como semilla, se sintiera culpable y compungido y quisiera tapar el exabrupto y picantería mayor con la que había menospreciado a los vates del Limarí y del Choapa.

A la mañana siguiente nos enteramos que el hotel tenía 14 pisos y que nosotros estábamos en el séptimo. Cuando lo supe creo que hasta sufrí el mal del Soroche o puna. Lo más alto que yo había estado en un edificio era en el desaparecido, sepultado hospital Roy H. Glover de Chuquicamata, donde íbamos a jugar de niños. Ese hospital tenía cuatro pisos. Allí jugábamos en los ascensores sin que nadie nos dijera nada. Esta vez, En Santiago de Chile, en uno de los ascensores del Diego de Almagro, tuvimos una experiencia singularísima, digna de ser contada e incluida en los anales de las más pintorescas chambonadas de las cuales se tenga recuerdo. Esa mañana, los seis bardos (tres por cada provincia) nos disponíamos a concurrir a lo que habíamos venido: la Feria del Libro; eso después de un copioso e hipercalórico desayuno americano, medio abotagado por tanta delicia a mi disposición, y de las cuales, como cualquier roticuaco como yo en situación semejante, abusé y comí a destajo. El asunto es que ya dispuestos de nuestras excelsitudes y bártulos literarios con los cuales deslumbrar a los capitalinos, nos dispusimos a tomar el ascensor. En cuanto se abrió, vimos que ya venían dos señores en él. Ambos eran operarios de mantención y vestían overall de trabajo y trasladaban un pesado motor eléctrico. Nosotros éramos seis, y dudamos en subirnos al ascensor, pues un letrero anunciaba que el cubículo subeybaja era sólo para seis personas. Pero los maestros, a quienes tildo de chasquillas sin ningún remilgo, con esa impronta propia del chileno displicente, nos dijeron que subiéramos no más. Que no pasaba nada. Que no había problema. Así fue como nos hacinamos los ocho más el motor de unos cien kilos de peso. Los operarios dijeron que ellos se bajaban en el tercer piso, y por lo tanto presionamos el número tres. Llegados al tercer piso, la puerta se abrió, y cuando los obreros se disponían a bajar? el ascensor se va ¡¡¡guarda abajo!!! Y comienza a caer a una fuerte velocidad. Nosotros nos miramos espantados. El sobrepeso había dañado los controles y ahora nos íbamos derechito a los subterráneos del mismísimo infierno, a juzgar por los laaaaargos segundos que caíamos y caíamos. En esos segundos cada uno debe haber sentido que nos íbamos al carajo. Ya detenido el ascensor, y pálido como si hubiese desayunado nieve, miré con leve pánico (¿?) el techo del ascensor buscando una salida de emergencia o algo así, tal como se ve en las películas, pero no se veía puertezuela alguna. A todo esto, la tensión aumentaba y aumentaba. Alguien, uno de los maestros, mencionó el botón rojo de alarma y alguien prácticamente se colgó de él. RIIIIIINNNGGG RRRIIIIIINNNNNGGGGGGGG... Pronto faltaría el aire. La adrenalina se nos salía por todos los orificios naturales. Por suerte era sólo adrenalina y no otros fluidos corporales de pestífero aroma. En esos instantes quise bromear que ahora sabíamos lo que sentían los santiaguinos hacinados en el metro con treinta y tantos grados de calor. Al cabo de interminables minutos, la alarma fue escuchada por el personal del hotel, que acudió en rescate de la flor y nata poética de la región, que estuvo esa mañana a un tris de irse al mismísimo infierno, pues caímos tan abajo que incluso me llegó un olorcillo a azufre, aunque ahora que lo pienso, debe haber sido otro aroma sulfuroso, más terrenal. En cuanto se abrió la puerta, salimos atolondradamente del infernal cubil?. ¡¡¡Estábamos ilesos!!! Y ni siquiera tuvimos que ir a cambiarnos ropa interior, como pudiera pensar algún pícaro lector, aunque sí se nos desacomodaron las prendas íntimas con el barquinazo que dimos contra el sótano. Por su parte, el personal del hotel nos miró con gesto reprobatorio. Uno de ellos nos contó mientras nos apuntaba acusadoramente con su dedo, uno, dos, tres?siete, ocho. Luego espetó con bronca: El letrero dice máximo seis? ¡¡¡Seis!!! Cuando vio el motor de cien kilos nos lanzó una mirada asesina? ¿Acaso no saben leer?. Por suerte no supo que éramos escritores? ¡¡¡Escritores con analfabetismo funcional!!! Leen pero no entienden. Jajajajajaja.

Lo demás del día transcurrió sin novedad. ¿Se imaginan la fama que hubiéramos alcanzado de haber resultado heridos o acaso difuntos en aquella ocasión? Prácticamente hubiéramos caído ( caído, sí señor) en acto de servicio literario.

Chascarros de provincianos que, cual la Carmela de San Rosendo, han llegado a la gran ciudad. Jajajajaja.

Wilfredo Castro.

Escritor.

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