#CUENTOBREVE Parado sobre mi pueblo enterrado

05 Julio 2021
"Estaba fuera de la clínica. Se veía preciosa. Sonreía y corría a mi encuentro. Nos abrazábamos. Nadie usaba mascarilla."
Cristián Brito >
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Una bruma, espesa y gris. Era muy poco lo que veía. Tropezaba con piedras, tierra y ripio. Era de noche. Un silencio total en medio de la oscuridad. Miraba alrededor, al tiempo que se aclaraba el paisaje y el polvo se disipaba. Y era demoledor. Todas las casas enterradas, y yo caminaba sobre ellas. El mundo de los sueños es tan extraño. Debe ser así morir. O al menos es lo más cercano que estamos de la muerte.

En medio de ese desolador lugar logré ver los cerros. Eran más alto de lo que recordaba. Fijé mi vista en la cima y logré ver a un camión depositando más lastre y rocas enormes como el miedo. Era mi tierra. Comprendí que estaba soñando. Y dentro de la espesura del sueño estaba consiente que lo que veía dependía exclusivamente de mí, es decir, de las ondas o imágenes que mi cerebro creaba, entonces, absolutamente todo lo que veía, olía y sentía, era falso. Una ilusión azarosa, pero forzada. Pensé, si esto que no está sucediendo, sí está sucediendo, es un efecto de mi imaginación, puedo dominarlo, entonces seguí caminando por esa superficie donde a veces asomaban techos de casas. Era como un planeta desierto. Un mundo aparte dentro del mundo que conocemos. Sin embargo, sabía dónde estaba exactamente. Era mi casa. Lo noté por la punta de los pinos del patio que se asomaban con sus ramas secas como huesos.

Caminé al cementerio. Temía por nuestros muertos. Por esos cientos de cuerpos de tanta gente que habitó este lugar que alguna vez fue mi hogar. Logré, con mucho esfuerzo y concentración, que mi mente forzara la imagen de ese lugar intacta, tal como lo recodaba. Era lo único que había sobrevivido. Así es, la muerte sobrevivió a la muerte. Los huesos reposan. Las tarjetas de Navidad aún emiten villancicos ahogados. Los nichos en fila, uno sobre otro. Intactos. Muertos sobre muertos. Quise salir. Me debía marchar. La pena de ver todo aquello me produjo un miedo que no puedo expresar. Sudaba. Abrí los ojos. La oscuridad pesada se reposo sobre mi visión desorientada. Hasta que me di cuenta que había sido un sueño. O tal vez una profecía. Pero nunca he tenido poderes ni poder. Vi la hora en mi celular. Eran las cuatro de la mañana. Mantuve la vista perdida en el océano oscuro que era el techo. Pasó tiempo hasta que recordé lo que había soñado. Cogí una pastilla para volver a dormir. Cerré los ojos. Poco a poco empecé a hundirme en la cama. Me estaba muriendo en vida una vez más. Entonces la vi.

Estaba fuera de la clínica. Se veía preciosa. Sonreía y corría a mi encuentro. Nos abrazábamos. Nadie usaba mascarilla. Ahora el mundo era el mismo que recordaba. Toda el sufrimiento había acabado. Ella estaba sana. Sentí una alegría extraña, falsa en pasajes, pero alegría al fin. Volví a despertar. Prendí el computador y escribí un cuento sobre todo lo que había soñado. Volví a la cama. Miré el cielo de mi habitación: la oscuridad. Cerré fuerte los ojos. Los párpados se unieron y millones de gusanos de colores invadieron el universo. Era como un cielo iluminado por esas extrañas figuras. Como ver por un microscopio. Los gusanos se movían. Se arrastraban. Cambiaban de forma y se unía. Un universo dentro de un universo. Un mundo dentro de otro mundo. La muerte dentro de la vida, y la muerte que no es otra cosa que el recuerdo y la nostalgia. Mi tierra enterrada. Mi casa enterrada. Y el cementerio que me decía en un eco casi inaudible: La muerte no muere.