Opinión: Escalona y la ingratitud socialista

30 Abril 2015
El líder de la Nueva Izquierda, estaba seguro de volver al partido con honores, sentarse los lunes en el comité político de La Moneda y dictarle a Bachelet. A pesar de la dura derrota, para él, simplemente, sus camaradas socialistas son unos ingratos.
Mauricio Rojas >
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Escalona está dolido, muy dolido. El ex candidato a la presidencia del partido socialista cree que sus militantes, dirigentes e, incluso, desde el gobierno le han dado la espalda o como el mismo lo ha catalogado en la prensa: “hubo ingratitud”. Es decir, para el dirigente, los votantes socialistas han sido desagradecidos o en su defecto han desconocido u olvidado los beneficios recibidos. Más que nunca tiene el ceño fruncido, le costó reconocer la derrota y se niega, hasta el momento, a felicitar a su contrincante, Isabel Allende.

Escalona -el otrora delfín de Almeyda- desde la temprana transición, heredó y condujo al sector mayoritario del partido, aquella gran facción histórica que se oponía a la unificación con el PPD y decía explícitamente: “hay que renovar, pero no renegar”. Su formación política fue algo carente en lo teórico, pero potente en la acción política y aleccionada por venerados camaradas del exilio. Recuperada la democracia, el inquieto Escalona tomó las riendas de, lo que se llamó, la izquierda del partido. Allí, incluso, tuvo que lidiar con pequeños grupos melancólicos de la revolución que, no teniendo donde recalar en los albores de la Concertación, se fueron a refugiar en la herencia del almeydismo. Allí quedaba nostalgia e historia.  

Mientras en los noventa las diversas facciones socialistas y los nuevos grupos (que provenían de la IC, mapucistas, miristas, ex comunistas y otros tantos “istas”) se reorganizaban al interior del PSCh, la facción Nueva Izquierda tenía el camino allanado para tomar el control de la orgánica de cara al nuevo siglo. Escalona, rápidamente se transformó en una figura central y para afianzar su liderazgo y el poderío de su tendencia, recurrió a las habilidades de la vieja escuela que lo vio nacer, es decir, la cooptación de dirigentes, la disciplina partidista y la entrega de cargos en diversos ámbitos. Convengamos que, en este sentido, fue un buen aprendiz.

Escalona no provenía de la academia, no participó de los sesudos seminarios del exilio o de la transición, ya que lo suyo eran los sindicatos, los regionales del norte y Santiago e incluso dominaba las juventudes del partido. Lo suyo -y el trabajo de la facción- fue criticar las políticas neoliberales, las transacciones ilimitadas con la derecha y los militares, apoyar a las bases y los olvidados movimientos sociales. Allí se ganó el reconocimiento de sus camaradas, ya que, a diferencia de los otros socialistas de la transición -como la misma Isabel Allende- “él estaba donde había que estar”. El era y se sentía un histórico, de la línea de Eugenio González, Allende y Almeyda.

Así se ganó al partido y proyectó su liderazgo con decisión, pero combatió, sin dudar, a quienes lo criticaban. A modo de ejemplo, a ME-O (o como el mismo lo llamó, “Marquitos”) le impidió una primaria y lo arrinconó; se enfrentó duramente con diversos grupos socialistas que más tarde se marginaron; desechó a un histórico como Arrate, el cual también emigró (la lista es larga). Llegó al Senado y a la presidencia de ésta, dio un discurso en ENADE y entregó garantías de respeto a la institucionalidad, comenzó a recibir elogios de sus más enconados rivales, lo catalogaron como un dirigente responsable y transversal, un puente válido para las negociaciones. Y en este trajín de halagos se sintió cómodo.

Pero en ese mismo momento, en que parecía que crecía como un animal de la política chilena, sensato y transversal, comenzó a mermar su liderazgo en la máquina partidista que con tanto esfuerzo había construido durante dos décadas. Sus camaradas le pedían explicaciones por el famoso “opio”, por sus nuevos flirteos políticos, sus críticas a la presidenta, a las reformas y su intención de reponer -en lo que llaman para bien o para mal- “el partido del orden”. Mientras su trampolín crujía desde el interior, Escalona, como todo mesiánico, se sintió llamado y Gutenberg Martínez le tendió una mano. La aceptó y editó el libro “Duro de matar” y recorrió Chile. Aprovecho el tirón y promocionó en cada rincón, en cada junta de vecinos, centro deportivo y sindical sus reflexiones y su propuesta partidista. Aunque fue un despliegue impresionante, ya era tarde. En más de una ocasión preguntó ¿Qué eso de criticar a los dirigentes de la Concertación y su legado histórico? He aquí donde Isabel Allende leyó muy bien el error del escalonismo y lo aprovechó, ya que se presentó como la candidata de todo el “pueblo socialista”, la dirigenta que apoya irrestrictamente las reformas de Bachelet y que se identifica, sin miramientos, con la Nueva Mayoría.

El líder de la Nueva Izquierda, estaba seguro de volver al partido con honores, sentarse los lunes en el comité político de La Moneda y dictarle a Bachelet. A pesar de la dura derrota, aún cree que la solución -que diseñó en su viejo cuaderno y que escribió con lápiz grafito- era la correcta para destrabar la crisis al interior del gobierno e, incluso, de la política chilena. Para él, simplemente, sus camaradas socialistas son unos ingratos.