Opinión: Prohibido preguntar leseras

26 Junio 2015

Algunos políticos, independientemente de su adscripción partidaria, del oficialismo y de la oposición, rechazan cualquier atisbo de cuestionamiento. ¿Quiénes son? Confeccione usted, lector, su propia nómina, recabando información en la prensa.

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 Pese a que tal hecho es cada vez más frecuente, no por ello deja de ser insólito, alarmante y exasperante. Es exasperante, porque los políticos son hombres públicos. Por lo tanto, están expuestos (por su propia naturaleza) a ser escrutados por el público y en la plaza pública. Es el peaje que un político tiene que pagar para dar satisfacción a su vocación de poder. O si usted prefiere, es el costo que conlleva el afán de protagonismo en la arena política. Quien se sube de manera voluntaria, e incluso gustosamente, al banquillo de la plaza queda expuesto al juicio de los transeúntes.

Dicho de otro modo: El que quiere tener protagonismo en el espacio público queda expuesto al juicio público. Pero los políticos no quieren aceptar las consecuencias de esta sencilla y elemental premisa de la vida política republicana. ¿Por qué? ¿Cuál es la raíz del problema?

El problema radica, en mi opinión, en el hecho de que los políticos se arrogan privilegios que son incompatibles con el orden republicano. Si ellos esperan ser tratados con pleitesía están equivocados. Eso corresponde a una monarquía o a una autocracia (ya sea esta última una dictadura, una tiranía o un régimen despótico), pero no a un régimen republicano.

Si ellos se exasperan porque son cuestionados, se equivocaron de esfera. La incuestionabilidad (a veces con pretensiones de infalibilidad) es propia de la esfera castrense y de la eclesiástica, pero no de la política. Como ella es entendida, evidentemente, en un sistema republicano, democrático y liberal. Obviamente que la política en una autocracia, o en una monarquía absoluta, es concebida de manera diferente y de manera mucho más diferente aún en un régimen totalitario.

En los regímenes políticos democráticos nadie está obligado a hacer carrera política. El que quiere asumir algún tipo de responsabilidad pública o algún liderazgo político, lo asume libremente. El “derecho” a influir sobre los demás, a mandar a los demás, a estar por sobre los demás, tiene sus costos en una república. Y uno de esos costos es estar expuestos a las murmuraciones, a las críticas, a los cuestionamientos, a las impugnaciones y a las interpelaciones. Ellas no son dañinas. Por el contrario, contribuyen a garantizar la buena salud de la república. La república muere cuando se extingue la esfera pública. La unanimidad en una república es sospechosa y la lealtad incondicional al líder es nociva.

Quizás nuestros políticos carecen de espíritu republicano. Quizás tras su fachada dormita un comisario político, un autócrata, un dictador en potencia, un inquisidor camuflado o un dogmático intolerante. O, quizás, simplemente un hombrecillo infestado de inseguridades y miedos inconfesables.

Quizás esas inseguridades son las que los incitan a buscar el poder. Sólo se puede salir de una situación de inseguridad incrementando la seguridad, es decir, aumentando la sensación de poderío. Nada nuevo bajo el sol: Tucídides y Maquiavelo sostenían que lo que induce a un hombre a participar activamente en política es el miedo y la ambición. Y la ambición no es otra cosa que el miedo en estado coloidal, latente o difuso. En los últimos cincuenta años los politólogos y psicólogos que han explorado las motivaciones de la conducta política han llegado a conclusiones más radicales y más deplorables que aquellas que intuían Tucídides, Maquiavelo y Hobbes. No en vano Max Weber sostenía (con esa lucidez críptica y metafórica con que solía tachonar algunos de sus ensayos) que quien entra en política pacta con el diablo.

Pero no todos son así. Por cierto, los políticos susceptibles a las críticas o alérgicos a los cuestionamientos “son pocos, pero son”, como diría el poeta César Vallejo, aunque su número va en aumento. El problema estriba, ahora, en que esos pocos han devenido en muchos. De hecho, hasta la Presidenta de la República calificó de “lesera” a una pregunta que era del todo pertinente y oportuna.

Por: Dr. Luis R. Oro Tapia

Rut: 10.447879-4

Académico / Cientista Político